Crónica publicada en
el compilado de testimonios UMBRAL DE LA MEMORIA (Octubre 2010). Hacen parte de las crónicas escritas junto a María Fernanda Bolaños, para obtener el grado de Literatura (Diciembre 2009).
Publicadas gracias a
Consuelo Malatesta, que se encontraba trabajando por esos días con la Fundación
MAVI y se vio interesada en el ejercicio que Mafe y yo estábamos haciendo para
cumplir con nuestro grado.
Bendito sea entre las
mujeres pues las crónicas fueron publicadas en medio del ejercicio de
entrevistas y testimonios que se compilaron con el objetivo de contar la
violencia que muchas mujeres y sus familias vivieron en la temporada de terror
del desplazamiento y el desarraigo de las zonas sin fronteras de nuestro país.
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http://www.elespectador.com/noticias/nacional/poca-proteccion-mujeres-desplazadas-articulo-387051 |
Redactó: José Rodrigo Valencia Zuleta
Editó: María Fernanda Bolaños Muñoz
Nosotros ya sabíamos de la presencia de grupos paramilitares cerca a la vereda.
Todo transcurría normal hasta ese día, como si nada pasara. Tiene uno que
vivirlo para saber lo que se sufre con todo esto. Cuando uno no siente las
cosas es porque no es el pellejo de uno. Estábamos bien y contentos. Eso es un
decir no más, porque hacía tres días habían matado a Germán Valencia, hermano
del yerno nuestro, esposo de Juana María, hija de crianza mía. Iba bien el día
hasta la 1 p.m. que llegaba la chiva y esa vez no aparecía por ningún lado. No
se le escuchaba venir. No llegaba y mi nieto viajaba en ella siempre después
del colegio. Desde Timba venía él. Tendría unos dieciséis años pa esa época.
Como a las cuatro, vino a aparecer mi muchacho a la finca. Nosotros estábamos a
la expectativa de saber qué era lo que pasaba. La espera ocurría cuando se
varaba la chiva y se demoraba en arrancar. Pero esta vez una cosa rara me tenía
pegada al techo que mi nieto luego confirmó.
-¡Mijo, qué paso!- Le pregunté y él estaba muy nervioso, temblaba y se
le iba la respiración.
-Nos amenazaron abuela, nos amenazaron. Tenemos que irnos, toda la gente
de la vereda. De lo contrario van a empezar a matarnos a todos.
-¿De qué está hablando usted mijo?
-Los paras, abuela. Los paramilitares, mamá… mataron a Abelardo. Se
asustó y salió corriendo. Por la espalda le dieron –él lloraba mientras contaba.
Mijo es muy fuerte. Se calmó un poco y siguió-. Nos pararon a mitad de camino,
luego de Timba. Eran varios. Nos hicieron bajar a todos de la chiva. Nos
separaron los hombres de las mujeres. Nos requisaron a golpes, empujándonos,
nos quitaron la plata. Se robaron los mercados, le quitaron la plata de los
pasajes a don Mario, a él lo golpearon feo, mamá. Abelardo, no sé ni en qué
momento salió corriendo. Lo primero que se escuchó luego de la corrida fue la
metralleta de uno de ellos y cuando cayó al suelo. Nadie gritaba, apenas se
escuchó el gemido de las señoras y los niños que no paraban de llorar. Los
paras ordenaron que nos calláramos. Hablaban entre ellos, luego a nosotros nos hijueputearon.
Como dos horas nos tuvieron ahí parados. Cuando nos hicieron subir a la chiva
nos dijeron: “¡Súbanse parrandada de hijueputas! Que vamos a quemar esta chiva
con todos ustedes ahí dentro, si no se van. Díganle a la gente de la vereda que
no esperen a que subamos, porque vamos a acabar hasta con el nido de la perra”.
Hilé todo. La muerte del finado Germán, lo de la chiva y el asesinato de
Abelardo en medio de la gente, era un preaviso para la comunidad. Pobre Doña
Rosa, no ha de ser fácil. Mi nieto estaba muy asustado. Tembló contándonos todo
lo que les hicieron. Acaso tuvimos tiempo para pensar, era decidir entre lo
material o la vida. Nuestra familia, los hijos, los nietos. Inmediatamente
cogimos lo que pudimos: maletines, costales al hombro, algo de ropa. Todo se
quedó allá. Nuestro trabajo, las herramientas, nuestra casa, la tierrita, los
animales, todo. Absolutamente todo. No se piensa en nada. La verdad, sólo
salvar la vida. Entonces, con unos cuantos corotos, uno se siente repleto de
cosas.
Fueron como dos horas desde que mi nieto llegó con ese cuento tan
tremendo. Teníamos que irnos de la vereda. A las seis y media, anocheciendo, se
veía la caravana de personas, todos mudos, llenos de miedo cargando sus
corotos. Con la angustia y el temor de encontrarnos a esa gente en el camino.
También había incertidumbre respecto a la situación ¿A dónde ir, a dónde
llegar, a quién buscar? Son muchas cosas las que se sienten, se piensan. Uno
iba allí, como acodado con sus parientes. Pudimos sacar el jeep y se habían
montado vecinos con nosotros. Igual íbamos al mismo ritmo de los que iban a
pie. Caminando no más con el dolor de dejar todo. Lo material no podrá serlo
todo en la vida, pero era lo d’uno. Se vivía tranquilo con lo que se tenía.
Cuidando la tierra, los marranos, las gallinas, las mulas (teníamos como siete
mulas, y a cada una le tenía su nombre), siempre pendiente del abono, guachapeando
el monte. Allá en la finca yo vendía comidas. Me iba bien cocinando, acecinando
el pescado –bocachico era-, ajándolo para la comida. Preparaba entonces tapado
de pescado, empanadas, rellenas, hacía arepas, de todo hacía. Me iba bien.
En ese recorrido larguísimo y duro, uno se la pasa pensando y viendo a
cada miembro de su familia. Mirando a las otras familias que no se dicen nada tampoco.
Imagínese usted 48 familias, todos llenos de incertidumbre. Anduvimos mucho. Yo
no sabía qué hora era cuando pasamos por un caserío fantasma, donde encontramos
una escuela deshabitada. Ya por ahí habían pasado los paras porque se veía que
habían saqueado. Allí descansamos unas horas para poder coger aliento pa
continuar. Siempre huyendo de los paras. En el camino se fueron quedando
familias donde sus parientes. Al final quedamos tres familias que llegamos a
Jamundí como a las tres de la tarde: Vilma Acosta y familia, Juana María y
familia, y la mía. Cuando llegamos a la plaza, la gente se nos quedaba mirando
no más. Pues claro, nosotros con nuestros corotos al hombro, cansados y
asoleados. Además, tanta gente mirando pa dónde cogía, unos catorce allí
parados. Finalmente, Juana tenía su comadre allá en Jamundí, que nos dio
posada. La comadre Eucaris, fue muy buena con nosotros los dos meses que
estuvimos. Aún así los cuestionamientos no paran. ¿Por qué a uno le pasan estas
cosas? ¿Qué tenemos que ver en todo esto? Uno hasta quiso volver. Volvió, fue
el cuento. Pero para devolverse más triste de lo que se estaba. Jesús, mi hijo,
regresó al mes. Se fue solo en el jeep. Cuando iba por la Esperanza se lo
quitaron. Allá se perdió el carrito que era lo único que nos quedaba. Como
siempre, no se supo nada, no se supo cómo sucedió. Yo volví como a los tres
meses. Fui a la finca a ver que encontraba y no habían dejado nada. Todo se lo
habían llevado los paras, digo yo, pues quién más. Las motosierras, los
animales, los electrodomésticos, las camas, las tablas, los pocos muebles. Me
acordaba de mis mulas. Fue muy triste volver y encontrar la casa de uno vacía.
Además, pues no todos nos fuimos, algunos vecinos se resistieron a irse y los
encontré muertos o desaparecidos.
Uno no sabe nada. No nos explicábamos lo que había pasado. A uno le toca
asumir todo esto y seguir pa’elante. Alguien nos dijo en Jamundí, que podíamos
denunciar nuestro caso ante la Defensoría del Pueblo. Allá los casos eran pocos
y se rebotaban de oficina en oficina y nadie daba respuesta. Como a los veinte
días fue que expusimos nuestra historia.
A los dos meses decidimos buscar pa donde irnos, así fuera a pagar
alquiler. Conseguí empleo, me puse a asar arepas, aunque siete libras no
alcanzaban para vivir. Alberto no puede trabajar porque es discapacitado. No
como mi hijo mayor Gustavo que nació así. Alberto, él perdió sus dos brazos. Un
árbol le cayó encima de ellos. Cuando eso trabajaba aserrando y pues ahora
tiene prótesis. Siempre es duro hacer el trabajo uno sola.
Así nos estuvimos nueve meses en Jamundí. Trabajando duro. Hasta que a
mí me resultó trabajo en Palmira en una heladería. Fue entonces cuando tomé la decisión
de dejarlos a ellos un tiempo, mientras nos organizábamos mejor. Mi esposo y
mis hijos se quedaron allá. Jesús nos colaboraba bastante. Allá terminó
enamorándose y allá terminó quedándose. Doña Cecilia era la dueña de la
heladería. Esa señora se fundió en mi dolor, en mi pena, me ayudó al máximo. Me
aconsejó que buscara una Red de Solidaridad Social. Que teníamos todo el
derecho para que se nos ayudara. Yo no sabía nada de eso, que el Gobierno debía
devolvernos lo perdido. Fue lo primero que hice. Viajé muchas veces a Cali.
Entonces, trabajaba el doble, hasta muy tarde y desde muy temprano. Por eso
ella me ayudaba. Sacábamos como trescientos helados diarios. Trabajaba harto
para que me diera más fácil los permisos. Ese era mi trabajo y por él
respondía. Muy diferente de lo que hacía en la finca. Este trabajo fue por mi
familia, mi esposo y mi hijo. Juana ya tenía su esposo y gracias a Dios habían
logrado acomodarse aunque con dificultades. Jesús, pronto consiguió organizarse
y formar su hogar.
¡Sin Dios nada lo podemos!, por encima de él no hay nadie ni nada. A mí
me tocó de cero, buscar un nuevo futuro en la ciudad. La vida acá es horrible y
diferente. Mucho más después de haberlo tenido todo y haber vivido en tanta paz.
En el campo todo es distinto, limpio, todo al alcance de las manos, fruto del
propio trabajo de uno, que se logra luchando. Dios es todopoderoso y para uno
ayudarse hay que tener mucha fe. Te da, pero te tiene que coger trabajando. Al
tiempo que me rebuscaba, rezaba, oraba, hacía el santo rosario, le rogué a la
Virgen Santísima. Yo no soy evangélica, soy católica. Pero, siempre he creído
que hay algo más que todo eso.
Acá en Cali eso era horrible. Por el Lido quedaba la oficina de Acción
Social, ahora conocida como la UAO. Las colas, el sol, daban sólo 25 fichas
para una cola de dos cuadras. Eso era tremendo Dios bendito. Pero yo seguí
insistiendo. Cuando apareció un señor que nos dijo que nos fuéramos para
Navarro. Allá había una invasión. Además, al darnos cuenta seríamos como 700
familias que saldrían beneficiadas con unos egidos, que por derecho, nos
pertenecían. Así nos hablaba el señor, que se convirtió en un líder para
nosotros. Teníamos los nuestros, pero él nos informaba sobre lo que debíamos
hacer, le dábamos como de a mil quinientos o dos mil pesos -lo que tuviéramos-
y él nos llegaba con fotocopias de los formularios que llenaríamos para que el
Municipio nos diera nuestros lotes.
Era un beneficio muy grande. Las esperanzas no llenan pero mantienen. Nuestra
realidad nos llevó a seguir a esas personas que nos aconsejaban, que pensábamos
nos hacían un bien. El día de la entrega, año y medio después de voltear, de ir
y venir, llegué con mi esposo y mi hijo, cargando lo poco que teníamos. Ellos
se vinieron de Jamundí, yo de Palmira. Allá dizque iba a estar la defensoría
del pueblo, también gente de la oficina de Derechos Humanos. Hasta la policía
protegiéndonos. ¡Terminó siendo puro cuento! La policía fue la que acabó con
todo. Algunas familias ya habían armado sus ranchitos, habían enrejado con
guadua y alambre. Los menos, armaron cambuches con cartón, latas y plástico.
Estaban contentos. Todos lo estábamos. Cuando llegamos vi humo por todo lado,
la policía haciendo guardia con cintas impidiendo el paso. Le dije a mi esposo
que esperara con Gustavo y los corotos. Me entré cómo pude y la gente estaba
llorando. Otros tenían rabia manteniendo la pelea. Le pregunté a una señora
sobre lo qué pasaba y me dijo “¡Mija!, de aquí hay que irse. Esto no es de
nadie. Nos están echando, mija. Así que coja sus cosas y váyase”. Estaban
quemando todo, tenían retroexcavadoras, bulldogs destruyendo los ranchos. No
entendía por qué pasaba eso. Fue horrible. Me vi en una situación de ira,
tristeza y desasosiego. La situación misma que se repetía de nuevo.
Volvimos a perder y no teníamos pa donde irnos. Fue cuando nos dijeron
que podíamos irnos para La escuela Daniel Guillar en Lagos Uno. Está en el
Distrito de Agua Blanca. Allá había una invasión, toda de desplazados. Muchos
de los que estaban allí estaban esperando su lote en Navarro y les tocó
devolverse p’allá, p’la escuela. Yo los seguí con Alberto y Gustavo, que igual
no teníamos pa’donde irnos. Pero allá también llegó el gobierno a sacarnos, a
quemar nuestras cosas, y nada que nos solucionaban. A veces fue muy duro. Por mucho
tiempo lo fue. Yo me iba caminando desde Lagos Uno, imagínense, hasta la
oficina del Lido, p’llegar allá a que me devolvieran, o me dijeran nada, hay
que seguir esperando. Los comentarios de las señoras de esas oficinas no sólo
era que en Cali “desplazados no había”, sino también, decir que nosotros mentíamos,
que no éramos ningunos desplazados, que además estábamos muy gorditas y con los
cachetes rosados, como para decir que estábamos aguantando hambre. Cuando con
el mismo estrés es que una se engorda y por venir de la montaña los cachetes se
ponen rojos acá. Porque hemos pasado hambre, frío, calor, además de uno
enfermarse. La lista de sufrimientos es interminable.
No sólo quisieron sacarnos de la escuela. Quitarnos lo poco que
teníamos. Sino que no nos solucionaban la situación que llevábamos cargada por
tanto tiempo aquí en Cali. Se fueron hasta la invasión a sacarnos de allí. Pero
esta vez apareció la hermana Alba Stella, que dirige la fundación Paz y Bien
aquí en el distrito. A ella le estoy totalmente agradecida, pues con su ayuda
he logrado salir adelante, amoldarme a la ciudad, nos dijo que a nosotros “a
ustedes no los pueden tirar a solar ajeno así nada más, que había un modo de
hacer las cosas”. Fue así como pudimos demandar. Las 700 familias
demandamos y un 30% no salieron favorecidos.
Yo, gracias a Dios -sin él no seríamos nada-, ya tengo mi casa por
“Derecho a vivienda digna”. La fe, nunca la perdí y ahora hasta compongo
canciones, alabanzas, escribo poesía. Eso me gusta. Me siento bien haciéndolo.
Las circunstancias de la vida me llevan a actuar y a cantar. Yo me río de eso, porque
cuando fui niña, alguna vez llegó un circo al pueblo. Con una amiga salimos a
verlo a media tarde, y uno de los señores que trabajaba en él, nos propuso
trabajar en el circo, que sería muy divertido, que viajaríamos y todo eso. La
verdad, yo no me imaginaba en una cosa de esas, haciendo malabares ni nada de
eso. Iba a ser con la hermana que nos propuso a las mujeres organizarnos, hacer
una dramatización para un evento, que denunciáramos las irregularidades de la
UAO y de otras oficinas, que no nos quedáramos callados, porque andaban
diciendo que aquí en Cali nosotros no existíamos, ¡imagínense! Nos unimos como
treinta personas e hicimos algo con nuestras actitudes y remedando a esas
señoritas fue que nos conoció Doña Lucy, de la Máscara, y nos propuso trabajar
y aprender. Así fue. Doña Lucy armó un taller, nos puso a actuar, a cantar. Se
presentó incluso la oportunidad de irnos pa Bogotá a un foro. Al que fuimos
tres: Paulina, Yolanda y yo, Griselda. Nos fuimos con la verdad y tres
canciones en las que denunciábamos la holgazanería de la UAO en Cali.
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