“Los cambios brutos de este mundo”

Crónica publicada en el compilado de testimonios EL UMBRAL DE LA MEMORIA (Octubre de 2010). Hace parte de las crónicas escritas junto a María Fernanda Bolaños, compañera y amiga desde los inicios del pregrado de Literatura en Univalle (Diciembre de 2009). Con ella emprendimos el proyecto de CRÓNICA Y TESTIMONIO y retratamos cuatro familias a partir de la visión de las mujeres y sólo una de ellas fue contada por un hombre también desplazado.
Publicadas casi por azar y gracias a Consuelo Malatesta, que se encontraba trabajando por esos días con la Fundación MAVI y se vio interesada en el ejercicio que Mafe y yo, estábamos haciendo para cumplir con nuestra monografía.
Bendito sea entre las mujeres pues las crónicas fueron publicadas en medio del ejercicio de entrevistas y testimonios que se compilaron con el objetivo de contar la violencia que muchas mujeres y sus familias vivieron en la temporada de terror del desplazamiento y el desarraigo de las zonas sin fronteras de nuestro país.

http://elsolweb.tv/2014/05/sin-noticias-de-mas-24-000-victimas-del-desplazamiento-forzado-en-colombia/
Redacción: José Rodrigo Valencia Zuleta
Edición: María Fernanda Bolaños Muñoz

Los Casas Torres, vinieron a dar a Cali el 3 de abril de 2008. Son una familia de Sn. Pedro Urabá. Cerca a la Loma de la cruz se han quedado observando a un hombre joven -27 años promedio-, que con aerosol en mano traza formas, curvas, líneas, sobre un graffiti ya viejo que se des dice así:

“El terrorismo no lo ejerce el pueblo con marchas y reclamos convulsos. En realidad éste se da desde los curules del estado”.

El grafitero dibuja el rostro de un hombre con un turbante que da continuidad para escribir su nombre de manera psicodélica. Arte callejero. Fue ahí donde permitieron ser escuchados. Así empezó el corto recorrido. No se quedaron mucho tiempo allí, debían terminar de recorrer la tarde y parte de la noche para irse directo al hotel ubicado en el barrio San Nicolás. Seguí el camino de los Casas sobre la 5ta. y el graffitero quedó allí dejando algo suyo para la mirada del otro en una pared incógnita de esta ciudad.

Arnulfo Casas y Elvira Torres son los cabecillas de la familia. Arnulfo, es más conocido como “el pá”, por su mujer; o, “papito”, que es como lo llama Marina, su hija mayor. La “má”, Elvira, tiene tres meses de gestación, continua dando vida en las condiciones a las que ha sido conducida. Es ella quien decide contar la historia; mientras intento salir de la sorpresa de los últimos sucesos. (A saber, tres: primero, el grafitero; segundo, la familia de cachetes sonrosados; tercero, pensaba en un encuentro que había tenido con una mujer indígena (del pueblo Páez) y su bebé por los lados de un almacén cercano a la quinta).

Yo deambulaba. Al verlos asumí que era una familia nómada, cansada y extraña. Cargaban un maletín cada uno, una chaqueta y tantos pesares posibles en sus miradas. Bastaría la compañía del perro que adelante se encontrarían para aliviarse y olvidar.

Miraban al grafitero entrar en trance de creación. Al no saber cómo abordarlos se me ocurrió una manera fácil para hablar directamente a los pequeños.

-¿Les gusta? –Pidieron permiso al padre con la mirada para contestar, asintiendo nada más- ¿Ven cómo lo hace de rápido? –Los tres ya eran muchos, divertidos, juguetones o callados. Todos tenían dibujado en sus ojos la gracia con la que se mira volar una cometa.
-Mucho gusto señora. Señor mucho gusto –me presenté algo tartamudo, no sabía si callar o decirles que me gustaría escuchar su historia: cómo llegaron a la ciudad, los porqués, las condiciones, las cosas dejadas en su tierra para que el olvido las marchite y el tiempo les empiece a dar muerte. Doña Elvira empieza a contar con voz pausada como pudiera sólo hacerlo una persona del campo, que ha respirado verde, pureza y tranquilidad por mucho tiempo. Aun así, se le escuchaba cansada, siempre buscando el ánimo perdido en cada paso dado en esta ciudad.

“Cuidábamos una finca en el pueblo desde hace diez años. El dueño es un paisa de Medellín. Allá cultivábamos el banano, criábamos unas cuantas gallinas. También, teníamos una vaca que los paramilitares, cuando eran buenos, nos habían regalado. Estamos aquí hace una semana, más o menos ¿cierto pá? -pregunta a su esposo y él asiente sin mirarla, todavía viendo al graffitero. 
-Ellos son nuestros hijos. El que está cargando Arnulfo, es Josué, el más pequeño, tiene dos años”
Sumados así, el padre y el hijo, parecen acróbatas, el niño está dormido sobre sus hombros con los brazos descolgados dejando caer su cuerpecito sobre la cabeza de su padre. Arnulfo está siempre atento a cada cosa dicha por su mujer. Se le nota un poco alterado: El graffitero, el tráfico de automóviles, de gente, los niños, su mujer hablando con unos desconocidos.

En realidad el más pequeño viene en camino. Elvira necesita descansar, comodidad. Varias veces en su historia le da las gracias a Dios porque él nunca desampara a nadie en estos duelos. Llegaron directamente a la U.A.O. y allá los pusieron a esperar hasta el 27 de abril. Dejaron sus documentos, en especial los de los niños, dice: “Y mientras tanto nosotros qué hacemos, pa’honde nos vamos –le preguntó Elvira, insatisfecha a la funcionaria que le respondió con un silencio prolongado, como diciéndole: “no es mi problema”, mientras sus ojos bailaban sin estacionarse en algún lado esperando que los Casas Torres levantaran sus corotos y se fueran. Es bizca, cuenta burlona, acordándose de las últimas palabras pronunciadas por la funcionaria: “Esas son las reglas”.

“Yo soy de Córdoba. Arnulfo si es de acá del Valle, de Zarzal ¿cierto viejo? Por eso nos vinimos pa’ca. Empacamos todo en cuanto pudimos. La última amenaza fue dura. Querían enlistar a los niños. Llevárselos a la guerra del monte. A Marina y a Isaac, pues siempre los vieron muy trabajadores, cumplidores de las órdenes. Pero Marina tiene 12 e Isaac 10, ¿cierto papito?... no me acuerdo –dice ella confundida, mientras el niño le reclama: “Mi mamá cómo es, no se acuerda de mi edad”.

“Sí me acuerdo hijo. Y pa’cabar de rematar acá nos coge la policía una noche que no tuvimos pal hotel. Estábamos dormidos. Bueno, yo los vi llegar en la patrulla. Arnulfo habló con ellos, les explicó lo que pasó, de dónde veníamos y accedieron a no llevarse a los niños a la policía de menores. Ahora tenemos que buscar el diario obligados. Además, es mejor por los niños. Así durmamos apretados en una misma cama y nos toque despertarnos muy temprano pa desocupar la pieza. No vinimos de tan lejos, huyendo, para perderlos”.

Deciden continuar su recorrido. Pienso en cómo ayudarlos pero mi sueldo esta envolatado en un retraso de firmas desde hace dos meses. En ese momento valía cien pesos. Ya había dado ochocientos a la mujer indígena que, cuadras atrás, me conmovió con su historia de exilio desde Nariño a causa de un primo suyo que le quitó la casa dónde vivía con su bebé y su hermana y la hija de ella. “Tiene apenas un añito” -dice. Mientras tanto, cuenta que su hermana, está a la vuelta de la esquina, también pidiendo moneditas a la gente. En eso venía pensando cuando me encontré a los Casas Torres. Habían almorzado gracias a la bondad de una señora que les regaló dos almuerzos.

Aquí las historias se cuentan solas. Aparecen cuándo y dónde menos se espera. La gente no nota la montonera que hacemos o miran displicentes y extrañados. El tráfico de automóviles se mantiene a la hora del día, como en cualquier otra. Marina, me busca conversa con entusiasmo: Que para qué pregunto tanto, que yo qué hago y porqué… que a ella le iba bien en español, en matemáticas, geografía, y en todas. Elvira dice que era la mejor del colegio. Isaac, también entra en confianza, quiere ver mi libreta, lo que anoto. Cuando le pregunto por su parte de la historia responde tajante “No quiero acordarme de eso”, y se esconde tras los pantalones de su padre. El tercer hijo, Jonás, es tan prevenido como el Pá, tiene cuatro años y al ver la fuente del parque de la Loma de la cruz sale corriendo con una botella retornable de alguna gaseosa, para recoger agua, lavarse las manos, la cara. Elvira, lo regaña porque el agua se ve muy sucia, casi verde y además huele mal. A él no le importa. Camina como su padre. No se le despega.

Elvira lleva mucho peso encima. Siempre está muy pendiente de su esposo que está padeciendo con un malestar en el oído. Él tiene dolor de cabeza y además ella conversa con un desconocido. De vez en cuando el Pá muestra inseguridad o inestabilidad. Los ojos de la Má están amarillentos, los nervios están alterados, pues se ven los surcos rojos producto de un largo y eterno insomnio compartido en secreto con Arnulfo que se rasca la nariz. Al igual que sus hijos y casi toda la población caleña –o al menos eso creo- sufre también por la polución, en la Cali de los calores eternos y las lluvias inesperadas.

Cuadra y media más adelante deciden sentarse al borde de unas escaleras. Arnulfo está cansado. Por el cambio de color y la forma en que cierra sus ojos, parece sufrir un mareo, aunque se repone muy rápido. Ha descargado la maleta. También el pequeño Josué, se ha despertado un tanto turulato. El Pá, no tiene quién lo cargue.

Marina dijo a su mamá: “ya vengo, voy a pedir agua”. Se dirigió a una panadería y pronto regresó con una gaseosa tres litros ya empezada, vasos desechables y dos pan queso que le regaló el paisa de la panadería. La acompañaba un perro, un criollo color amarillo, que por más cara de limosnero que puso no fue atendido por el paisa;  muy inteligente, optó por acercarse a Marina. A todos les cambió el semblante, los niños sonrieron, mas no buscaron desesperados que se les diera del líquido. Más bien se pusieron a jugar con el perro, al que bautizaron Leoncio, en honor a uno de los soldados que les ayudó allá en el pueblo. Marina se encargó de repartir y esperó hasta que el perro comiera para servirse el último concho para ella. Empieza a hablar.

-Una vez me gané cien mil pesos en una tómbola del colegio. Le regalé platica a mi mamá, a mi papá, a mi hermano. Yo me compré unos pollitos en la galería de allá de San Pedro… “les hizo una jaula, se machucó horrible el dedo martillando” –interrumpe la Má-. Me quedé hasta la media noche trabajando, hasta más, y al otro día no estudié porque quería cuidar los cinco pollitos. No quería dejarlos –Isaac empieza a refunfuñar- pero una noche de esas, cuando ya estábamos dormidos, aparecieron los paramilitares a la madrugada, como siempre, a que mi mamá les cocinara, mi hermano y yo embetunáramos sus botas, y mi papá limpiara las metrallotas… “malditos culinchunclados, les importa un culo la vida de los otros, malparidos…” -decía Isaac por lo bajo, lo más bajo de su ira. Cuando su madre le dijo que con groserías no, al pequeño Isaac sus ojos se le encharcaban de lágrimas recordando lo que les hicieron.

“No habíamos tenido buenas cosechas por esos días. No teníamos nada que cocinarles. Esa vez le tocó a los pollitos de la niña. Con esas armas fue otro cuento. Querían poner a los niños a limpiarlas. Arnulfo habló, como siempre, explicando que él sabía de eso, que había estado en el ejército y esas cosas. A mí me tocaba multiplicarme: lavaba los uniformes, los planchaba, les cocinaba, trataba de calmar al niño que se despertaba y no paraba de llorar. Ahí mismito el comandante se ponía a dar tiros al aire gritando que calláramos a ese niñito que no lo dejaba pensar. Como si a un bebé se le pudiera callar así no más. Sólo había dos paras con los que hablábamos: Giovanny y Maycol, muy jóvenes, aunque no tanto como otros. Varias veces nos advirtieron de las amenazas, que mejor nos fuéramos, no fuera ser que nos quitaran a los niños en serio. La última amenaza fue la mañana que arrancamos. Llegaron a la casa. Los niños ya se habían ido a la escuela.

-¡Bueno! ¿Entonces qué?, nosotros sabemos a qué horas salen los culicagados, a qué horas vuelven, por dónde se van a la escuela y hasta a la profesora la tenemos analizada. Así qué, o se quedan con su tierrita y nos llevamos a sus hijos, o se van, desocupan.

“En cualquier momento aparecían y nos tocaba atenderlos como se pudiera. Eso era de casi todos los días. Pero esa vez ya fue lo último. Recogimos lo que pudimos en maletines. Arrancamos pal pueblo, pa la escuela. Allá hablé con la profesora, le dije lo que ocurría. Ella sabía de las amenazas. Tuvo una semana escondidos a Marina y a Isaac en la casa de su mamá. Me dijo que entendía, que ojalá las cosas no tuvieran que ser así. Nos expidió en un momentico documentos de los años cursados de los niños. Arnulfo buscó a don Rubén que nos ayudó a salir en un viaje que tenía al medio día. Pasamos un susto tremendo cuando los paras le pidieron el peaje y nosotros estábamos en medio de las cajas cargadas de banano. No revisaron, no sabemos por qué, quizá por la gracia de Dios que es muy grande”.


Los niños lloraban apretando los dientes. El susto fue corto. El viaje largo. La tristeza inabarcable, sin sosiego. Pero están todos juntos, completos y juntos. En la ciudad se han encontrado con seres de piernas largas, trajes multicolores y pinturas como de saltimbanquis en los rostros. Un graffitero haciendo de las suyas con el aerosol. Un perro al que llamaron Leoncio. Y un breve rato de dispersión melancólica recordando los sucesos buenos y malos de un pasado tan cercano que les ha cambiado la vida por completo. Cambiar montañas y verde por Edificios y gris no es una transición fácil para quienes tenían la tranquilidad de sobrevivir con lo que da la tierra y su trabajo.

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